Dice Benedicto XVI: ¿Es posible amar a Dios?; más aún: ¿puede el amor ser algo obligado? ¿No es un sentimiento que se tiene o no se tiene? La respuesta a la primera pregunta es: sí, podemos amar a Dios, dado que Él no se ha quedado a una distancia inalcanzable, sino que ha entrado y entra en nuestra vida. Nos sale al paso de cada uno de nosotros: en los sacramentos a través de los cuales actúa en nuestra existencia; con la fe de la Iglesia, a través de la cual se dirige a nosotros; haciéndonos encontrar hombres, tocados por Él, que nos trasmiten su luz; con las disposiciones a través de las cuales interviene en nuestra vida; también con los signos de la creación que nos ha regalado.
No sólo nos ha ofrecido el amor, ante todo lo ha vivido primero y toca a la puerta de nuestro corazón en muchos modos para suscitar nuestra respuesta de amor. El amor no es solamente un sentimiento, pertenecen a él también la voluntad y la inteligencia. Con su palabra, Dios se dirige a nuestra inteligencia, a nuestra voluntad y a nuestros sentimientos, de modo que podamos aprender a amarlo «con todo el corazón y con toda el alma». El amor, de hecho, no nos lo encontramos ya listo de repente, sino que madura; por así decirlo, nosotros podemos aprender lentamente a amar de modo que el amor comprometa todas nuestras fuerzas y nos abra el camino de una vida recta.
Y ¿podemos de verdad amar al «prójimo», cuando nos resulta extraño o incluso antipático? Sí, podemos, si somos amigos de Dios. Si somos amigos de Cristo. Si somos amigos de Cristo queda cada vez más claro que Él nos ha amado y nos ama, aunque con frecuencia alejemos de Él nuestra mirada y vivamos según otros criterios. Si, en cambio, la amistad con Dios se convierte para nosotros en algo cada vez más importante y decisivo, entonces comenzaremos a amar a aquellos a quienes Dios ama y que tienen necesidad de nosotros. Dios quiere que seamos amigos de sus amigos y nosotros podemos serlo, si estamos interiormente cerca de ellos.
También podemos plantearnos esta pregunta: con sus mandamientos y sus prohibiciones, ¿no nos amarga la Iglesia la alegría del «eros», de sentirnos amados, que nos empuja hacia el otro y que busca transformarse en unión? En la encíclica he intentado demostrar que la promesa más profunda del «eros» puede madurar solamente cuando no sólo buscamos la felicidad transitoria y repentina. Al contrario, encontramos juntos la paciencia de descubrir cada vez más al otro en la profundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más importante que la mía. Entonces, ya no sólo se quiere recibir algo, sino entregarse, y en esta liberación del propio «yo» el hombre se encuentra a sí mismo y se llena de alegría.
En la encíclica hablo de un camino de purificación y de maduración necesaria para que la verdadera promesa del «eros» pueda cumplirse. El lenguaje de la tradición de la iglesia ha llamado a este proceso «educación en la castidad», que, en definitiva, no significa otra cosa que aprender la totalidad del amor en la paciencia del crecimiento y de la maduración.
Entonces hablo de la caridad, el servicio del amor comunitario de la Iglesia hacia todos los que sufren en el cuerpo o en el alma y tienen necesidad del don del amor. La Iglesia debe practicar el amor hacia el prójimo incluso como comunidad, pues de lo contrario anunciaría de modo incompleto e insuficiente al Dios del amor.
Sin embargo, solo he respondido a la primera mitad de nuestra pregunta. La segunda mitad, que en la encíclica me interesa subrayar, dice así: La justicia no hace nunca superfluo el amor. Más allá de la justicia, el hombre tendrá siempre necesidad de amor, que es el único capaz de dar un alma a la justicia. En un mundo tan profundamente herido, como el que conocemos en nuestros días, esta afirmación no tiene necesidad de demostraciones. El mundo espera el testimonio del amor cristiano que se inspira en la fe. En nuestro mundo, con frecuencia tan oscuro, con este amor brilla la luz del Dios.
Extracto de la encíclica papal «Deus caritas est»
Benedicto XVI