Cada 27 y 28 de agosto celebramos a santa Mónica y a san Agustín. Dos santos, madre e hijo que juntos conquistaron tantas almas para el cielo.
Ambos, unidos profundamente, me llevan a reflexionar no solo sobre la hermosa relación que hay entre madres e hijos, sino también sobre la hondura de la misma.
Desde el vientre, unidos casi al unísono, la relación que se forja entre madre e hijo es irrenunciable. Sucede, a pesar y a fortuna. Es un amor vivo que se nutre y aprende el uno del otro.
De estos dos grandes santos se despliegan una serie de enseñanzas para nuestra vida cotidiana que, dada la grandeza de la obre de san Agustín, pueden pasar desapercibidas.
1. Un amor perseverante en la oración
La vida familiar no siempre es un lecho de rosas. Siempre hay dificultades y vaya que santa Mónica las tuvo.
Un esposo que mantenía a su familia, pero con un carácter terrible, desordenado, mujeriego. Un hijo que al parecer podría haber seguido los pasos de su padre.
Y mientras tanto… santa Mónica resiliente, encontraba su fuerza en esa relación con Dios que desde pequeña seguramente había forjado. Con la mirada puesta firmemente en el destino final: la vida eterna.
Santa Mónica vivía con una misión: que ningún miembro de su familia quedara fuera del reino de Dios. Firme en la oración, las lágrimas de esa madre y de esa esposa retumbaron en el corazón de Dios.
Quien más fiel que nadie, obró su gracia y se valió del amor de esta madre y de esta esposa para obrar las maravillas en san Agustín, y más tarde en la conversión del esposo de Mónica.
2. La búsqueda de la verdad. Una inquietud que encontrará descanso
San Agustín, desde pequeño mostró una inquietud por aprenderlo todo, no se conformaba con lo que le decían. Necesitaba estudiar, aprender, pero también experimentar.
Pienso en él y lo veo como un joven cualquiera. Lleno de vida y de sensaciones abrumadoras frente a la grandeza de la creación y embriagado por la grandeza de sus dones.
Inquieto, como sus «Confesiones» nos lo cuentan, el corazón de san Agustín estuvo en búsqueda constante.
Una búsqueda que más de una vez puso a su madre de cabeza. Me imagino a Mónica angustiada como muchos de nosotros cuando encontramos a nuestros hijos o con el pelo pintado de verde o con la cabeza rapada por algún argumento que suena lógico pero que sabemos no es bueno.
Ambos buscaban lo mismo. Aunque durante muchos años Agustín no lo supo. La verdad a la que se enfrentaron ambos tuvo un desenlace que trasciende el tiempo y hoy llega a todos aquellos que los conocemos.
3. Una madre siempre interviene en la vida de los hijos
E intervenir no quiere decir entrometerse, dejemos eso en claro. Una cosa es ser entrometida y querer dirigir la vida del hijo y otra cosa es intervenir porque su vida se encuentra en peligro.
San Agustín viajó mucho, se unió a sectas, tuvo un hijo fuera del matrimonio. Era un hombre desordenado, sumamente inteligente, pero esclavo de sus propios vicios.
La mirada atenta de su madre y sus constantes intervenciones para mostrarle el camino rindieron sus frutos. Mónica no era una madre autoritaria, era una de cuidados constantes.
De auténtica preocupación por el futuro de su hijo. Un futuro que tenía que ver con la vida verdadera y no con los éxitos momentáneos.
Santa Mónica es un gran ejemplo de una madre que ama, que es prudente pero que también sabe intervenir en la vida de su hijo y sin temor le dice la verdad mirándolo a la cara. Viajando distancias enormes para ir al encuentro, acoger y corregir.
Acudió en búsqueda de ayuda a quien pudo, entre ellos san Ambrosio, pero sobre todo acudió al Rey de Reyes incansablemente. Ofreciendo su oración constante, sus sacrificios y ayunos.
Hoy, que pareciera que los padres le tenemos miedo a los hijos. Que aún viéndolos en la peor de las calamidades escogemos «el respetar su espacio y su libertad» y los dejamos solos por el mundo, detengámonos un poco a pensar y recordemos todo lo que hizo santa Mónica por su hijo.
4. Una fragilidad que reconoce su necesidad de Dios
«Hazme casto señor pero todavía no». Una frase que a más de uno nos deja pensando en los tormentos y fragilidades del propio Agustín.
Madre e hijo son una lección de amor hermosa. Conocedores de sus límites, rendidos ante ellos, pero encontrando la fuerza y la perseverancia necesarias acudiendo a la gracia de Dios.
En cada momento desde que san Agustín se encontró con Dios, pidió insistentemente su ayuda. Su libro, «Confesiones», nos muestra el corazón sincero de un hombre, profundamente frágil, pero que ama.
Que busca ayuda en aquel que todo lo puede. Quiero creer que esa perseverancia, ese clamor al cielo, esa sinceridad y candidez con la que se dirige a Dios, es reflejo del ejemplo que su madre le tiene que haber dado con la vida misma.
Pensemos en estos dos grandes santos siempre, madre e hijo, que con su amor le dejaron un legado invaluable a las familias del mundo: el éxito está en que todos lleguemos a Cristo.
¡Santa Mónica y san Agustín, rueguen por nosotros!