Nuestra fe, cristiana católica, debe ser siempre rica en misericordia, ya que Cristo, su fundador, centro y pastor, por encima de todo fue misericordioso. Según nos expresa el evangelista (Mateo 9,36), Jesús sentía mucha compasión por la gente y más allá de los prodigios que realizaba (sanaciones, exorcismos, etc.) su mayor milagro en la vida de aquel que le escuchaba con profunda admiración se resumía en una palabra: CONVERSIÓN. Para comprender la misericordia cristiana nos enfocaremos en 4 claves que la caracterizan:
1. Acogida
A la hora no solo de practicar y de transmitir la fe es muy importante no perder el enfoque de que no estamos llamados a ser jueces de nuestros hermanos, sea cual sea su situación. Esa idea es importante tenerla presente no solo “viendo la paja en el ojo de nuestros hermanos sino también viendo la viga que hay en el nuestro”. (Lucas 7,3). Las obras de misericordia parten de un verbo fundamental: acoger. El que acoge tiene la capacidad de atraer a muchas personas que viven, consciente o de forma autómata, en una situación de pecado; y el ejercicio de acoger requiere un interés de nuestra parte por conocer las realidades pasadas de ese individuo que lo han llevado a un presente difícil. Un ejemplo de esto son las personas que vemos en la indigencia, en nuestras calles “civilizadas” y que podríamos tildarlas fácilmente de borrachos o sinvergüenzas, pero si nos detenemos y conversamos con ellas podremos notar que en sus pasados llevan hondas heridas de abandono, de pérdida, de derrota. La misericordia principalmente acoge al necesitado y le brinda aquello de lo que más carece, amor.
2. Oración
Acto seguido, la oración, que es la mayor expresión de confianza que le damos a Dios, pues a través de ella sabemos que le hablamos a un ser vivo, persona, real y no a un ente u energía cósmica. Dios es un misterio pero no es abstracto, recordemos que somos imagen de él (Génesis 1,26) y por eso Él nos invita a reconocerle en el prójimo, como hermosamente lo describe la parábola del buen samaritano (Lucas 10,25-35). El samaritano no solo acoge al herido, lo acompaña y ese acompañamiento, reflejo de misericordia, lo debemos hacer principalmente desde la oración. Sustituir la crítica por una plegaria, el señalamiento por un salmo, el chisme por un silencio, así la luz y la obra de Dios irá brillando en ese ser que requiere saberse amado por Dios. La oración no activa el amor de Dios hacia el pecador, sino que hace al hombre consciente de la presencia de ese amor en su vida.
3. Iluminación
Debemos ser luz para este mundo (Mateo 5,13-16), reflejando aquello que hemos recibido del Señor. No iluminamos para que la gente se maraville con nuestra luz. No es la vela la que debe jactarse de la luz, sino que la vela debe desgastarse para que la luz brille. Esa luz es Cristo y la iluminación consiste en darlo a conocer íntegra y desinteresadamente. Como señala Fray Nelson Medina, no se trata de ganar discusiones sino de ganar corazones para Jesús. Así que acogemos, acompañamos desde la oración e iluminamos con la palabra de Dios y la Doctrina de la Iglesia.
4. Conversión
Finalmente, la misericordia debe tener metas. No podemos vivir la vida espiritual conformados en el pecado, sin desgastarnos por superar las fallas propias y ayudar a nuestros hermanos a superar las suyas. Esto nos regresa a la primera palabra milagrosa que mencioné, la conversión. “Vete y no peques más” fue una frase usada no pocas veces por nuestro Salvador, luego de realizar milagros, sanar o liberar. La misericordia penetra plenamente en el alma del converso, de aquel que logra pararse un instante frente a su propia vida y verla con los ojos de su Creador y ahí, en la intimidad del amor, deja caer su vestimenta de pecado, funde sus dioses falsos y toma la mano de Jesús con la expresión: “Llévame a dónde me quieras llevar”, porque “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me infunden confianza” (Salmo 23,4).
No en vano la imagen más popular de Jesús, la del Jesús de la Divina Misericordia, reza así: “Jesús en ti confío”. Y es que la misericordia aunque se invoque desde un profundo lamento como el expresado en el salmo 51 “Misericordia, tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra Ti, contra Ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí”, si se busca con verdadero afán y entrega generosa al amor de Jesús, terminará con la frase: “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más” (Juan 8,11). Dios te bendiga, nos vemos en la oración.
Luis Tarrazzi. Artículo originalmente publicado en PildorasdeFe.net