Con todo, la paz entre los hombres, la tranquillitas ordinis -como la definió san Agustín- a la qué, en ese entonces el Papa, san Juan Pablo II se refirió en uno de sus mensajes para la Jornada mundial de la paz (cf. n. 3), no se ha de entender solamente como silencio de las armas y ausencia de guerra. Es el fruto del orden infundido en la sociedad humana por su fundador (cf. Gaudium et spes, 78) y supone un esfuerzo constante por instaurar en el mundo la justicia. Como afirma la Escritura, la auténtica paz es «obra de la justicia» (Is 32, 17; cf. Jc 3, 18).
Por justicia debe entenderse el reconocimiento de la dignidad de toda persona, sus derechos humanos fundamentales, la libertad de cada uno, la ausencia de discriminaciones por causa de la fe, de la raza, de la cultura o del sexo. Por justicia debe entenderse el derecho de toda criatura humana a la vida, a la tierra, al alimento, al agua, a una educación que la haga plenamente consciente de esos derechos suyos, y capaz de autodeterminación en su vida. Este bien personal supone el bien común, la justicia social, sobre todo con respecto a los pobres, el equilibrio social y la estabilidad del orden social y político.
Ante un mundo marcado por el pecado, por el egoísmo y por la envidia, un mundo que con demasiada frecuencia niega con violencia la justicia y altera, en el círculo vicioso de los conflictos, la tranquillitas ordinis, que es presupuesto y esencia de la paz, no se puede instaurar la paz sin la «solicitud providencial y misericordiosa de Dios, que conoce los caminos para llegar a los corazones más endurecidos y sacar también buenos frutos de un terreno árido y estéril» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1 de enero de 2002, n. 1: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2001, p. 7). La paz es el don del perdón, de la redención y de la nueva creación. Al igual que el amor, la alegría, la penitencia, la benevolencia y la bondad, también la paz es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22). El reino de Dios es justicia, paz y alegría en el Espíritu (cf. Rm 14, 17).
Esta esperanza debe animar cada vez más profundamente nuestra oración. Es preciso implorar continuamente la paz, para que Dios nos la conceda y se conserve. Pero el arma de la oración fortalece también nuestro empeño por cambiar las situaciones de injusticia y trabajar juntos con vistas a la edificación de un mundo más justo. Guiados por la mansedumbre de Cristo, que predicó la justicia para los pobres del Reino, los cristianos saben que «la capacidad de perdonar es básica para fundar un proyecto de sociedad más justa y solidaria» (ib., 9).
Los cristianos saben que el odio étnico, racial y religioso, la espiral de violencia que afecta indistintamente a víctimas y verdugos, puede tener un antídoto: el perdón. En efecto, solo el perdón nos sitúa por encima de las acusaciones; nos lleva a evitar echar la culpa a pueblos enteros, por causa de unos pocos; a evitar que las culpas de los padres caigan sobre los hijos. El perdón, que depende de cada uno de nosotros, puede restablecer la justicia y llevarnos, de una situación de guerra, a una condición de paz.
Reconciliación y paz entre los cristianos
Precisamente en esta relación entre la paz, la justicia y el perdón radica la importancia del diálogo ecuménico y de la colaboración entre los cristianos. «De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos en la sociedad tiene entonces el valor trasparente de un testimonio dado en común al nombre del Señor» (Ut unum sint, 75). Pero no solamente eso. Los cristianos, oprimidos por su historia de disputas y enfrentamientos, culpables de haber predicado e impuesto a veces el evangelio de Cristo incluso con las armas, han comenzado, sobre todo en el siglo que acaba de terminar, el arduo y lento camino de su perdón recíproco. No hay ecumenismo sin conversión y perdón (cf. ib., 15 y 33). La vergüenza y el arrepentimiento interior por el escándalo de la división, arrepentimiento que el Espíritu suscita, están en la base del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 1).
Hoy los cristianos han cruzado el umbral del tercer milenio y se encuentran ante una opción ardua, difícil y esencial. El compromiso ecuménico, la promoción de la unidad de los cristianos es uno de los grandes desafíos y una de las tareas más urgentes al inicio del nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 12 y 48). Los cristianos están llamados a «promover una espiritualidad de comunión» (ib., 43, ss), y ser así «luz del mundo», «ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5, 14).
Predican el perdón, una forma particular del amor (cf. Mensaje citado, n. 2) y con esfuerzo se lo aplican a sí mismos, a sus Iglesias, tanto en Oriente como en Occidente. Dialogar, encontrarse, purificar su memoria es para las Iglesias un acto de valentía y un compromiso arduo. Las Iglesias saben que «la coherencia y honradez de las intenciones y afirmaciones de principio se verifican aplicándolas en la vida concreta» (Ut unum sint, 74). Eso las estimula, en la situación actual, a tener entre sí un comportamiento ejemplar, que dé al mundo un testimonio de perdón, concordia y diálogo; ese testimonio debe ser aún más profundo cuando las divergencias parecen insuperables.
Gracias a la experiencia de diálogo que están viviendo, las Iglesias, a pesar de las divisiones que aún perduran, han podido demostrar, al menos hasta hoy, que el proceso de purificación de la memoria de su pasado engendra poco a poco una evolución que hace prevalecer «la «ley nueva» del espíritu de caridad» (ib., 42). «La «fraternidad universal» de los cristianos se ha convertido en una firme convicción ecuménica» (ib.). Ya viven en una comunión real y profunda, aunque lamentablemente todavía no sea perfecta (cf. ib., 11-14). En el testimonio y en el servicio de la paz, ya hoy pueden y deben colaborar estrechamente entre sí.